Opinión | Crónicas galantes
¿Y si deportásemos a los ciclistas?
Ahora que cubrimos nuestras carencias de natalidad con trabajadores de otros países, hemos descubierto de repente que podemos ser tan racistas como cualquiera
Nadie es racista hasta que lo ponen a prueba. Comente usted, por ejemplo, que el gobierno ha decidido tomar medidas contra los judíos, los árabes, los inmigrantes y los ciclistas. Es muy probable que su interlocutor le pregunte: «¿Y por qué los ciclistas?».
Se trata de una argucia dialéctica que tal vez venga a cuento ahora que parece haberse abierto el frasco de la xenofobia en un municipio de Murcia. No es la primera vez. Sucesos similares, si bien de mayor gravedad, se produjeron hace ya un cuarto de siglo en la localidad almeriense de El Ejido, como recordarán los más memoriosos.
Estas cosas no pasaban cuando España era un país pobre que, lógicamente, no atraía a millones de inmigrantes. Ni siquiera a miles. Se desconocía aquí la tirria al forastero, por la mera razón de que tampoco había extranjeros en número suficiente para desatarla. Ahora que cubrimos nuestras carencias de natalidad con trabajadores de otros países, hemos descubierto de repente que podemos ser tan racistas como cualquiera.
Es, en realidad, una cuestión económica en la que las dos partes se necesitan. Los empresarios buscan trabajadores para cubrir los puestos que, por su penosidad, los españoles rechazan. Y los inmigrantes han venido, obviamente, para encontrar las oportunidades laborales que no tienen en su país.
Más o menos eso es lo que ocurría con los españoles que allá por los años sesenta y setenta emigraban en masa a Alemania y otras prósperas naciones europeas. El gobierno alemán de la época llamaba delicadamente gastarbeiter -o «trabajadores invitados»- a los currantes que reclutaba en los países pobres de Europa.
Eso alegan precisamente ahora los partidos que han encontrado una fecunda veta electoral en el fomento del odio a quienes vienen a buscarse la vida en España. Sostienen que nadie los invitó a venir y, por lo tanto, sobran. Particularmente, los marroquíes y subsaharianos.
No es tanto un asunto de raza o de costumbres como de dinero. Así lo prueba el muy diferente trato que años atrás se les prodigaba a los jeques instalados en Marbella y a los simples magrebíes de a pie. El color de la piel era el mismo en los dos casos, pero no el grosor de la billetera. Esta última circunstancia hacía que a unos se les considerase respetables poseedores de petrodólares y a los otros, moros de molesta vecindad.
Lo curioso de todo esto es que la aversión a los árabes la fomente, en especial, un partido en el que abundan los añorantes de la dictadura de Franco. Sus votantes son, en su mayoría, jóvenes, según las encuestas. Tal vez por eso ignoren que el Caudillo llegó a nombrar capitán general de Galicia al marroquí Mohammed Ben Mizzian y hasta confió su seguridad personal a una vistosa Guardia Mora.
Lejos de seguir el ejemplo franquista, sus herederos ideológicos proponen ahora la expulsión de millones de inmigrantes, con especial atención a los magrebíes. No aclaran cómo se sustituiría esa mano de obra, pero tampoco es cosa de entrar en detalles.
Nada han dicho hasta ahora, eso sí, de deportar a los ciclistas; pero con gente tan impetuosa nunca se sabe. Tengan cuidado los de la bicicleta.
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